lunes, 30 de mayo de 2011

prólogo del libro:


Del parnaso a la maison (prólogo sin censura)


Del parnaso a la maison: Apuntes personales para una bitácora colectiva o breve digresión en la que se habla poco de literatura y mucho de la vida, lo que no debe sorprender a los presuntos implicados, quienes leyeron a Verlaine vía Borges y están al tanto de los alcances de la frase et tout le reste est littérature
Mario Gallardo
Para el DRAE no es más que un “escrito antepuesto al cuerpo de la obra”, en tanto que la inefable Wikipedia destaca el carácter literario, tras advertir sobre su condición periférica; no obstante, la naturaleza esencial de un prólogo se afinca en su relación con la historia literaria: “pues con frecuencia ofrece las claves críticas de la interpretación de la obra por su propio autor o por alguien cercano”.
En este caso, no se puede obviar que quien esto escribe también participa en esta muestra y, además de mantener relaciones de amistad, ha seguido con atención el desarrollo de las “inquietudes” creativas de los aquí reunidos; de hecho, al hurgar en mi biblioteca puedo presumir de que ahí se encuentran, prolijamente alineadas en un estante, las primeras ediciones de sus obras con sus respectivas dedicatorias. También puede comprobarse al hojearlas que en la mayoría abundan las anotaciones a lápiz, en un modesto, pero constante, ejercicio de acercamiento en busca de encontrar sus señas de identidad.
Partiendo de tal antecedente habría que comenzar por afirmar que, desde su título, este libro plantea la idea del viaje, un recorrido espacial que va de nuestro añorado parnaso a la actual maison, que además lleva implícito el elemento temporal: una década, la primera del siglo XXI, que ha servido de marco para los encuentros y desencuentros, tanto literarios como personales, que han definido la vida y obra de los autores aquí reunidos.
Algunos, los más jóvenes y los más recatados, jamás pusieron un pie en el parnaso, ni supieron de la generosidad de sus tacos y sopas, de sus juglares y clerecías, de las interminables conversaciones y disputas con la música de fondo de la lluvia incesante sobre el techo de zinc y los chillidos de las ratas, mientras corrían impávidas sobre las vigas en busca de refugio. Pero queda el mito persistentemente renovado a través de la tradición oral que no deja de volver, una y otra vez, sobre los episodios fundacionales, recreando las anécdotas que todavía atrapan la atención de los desocupados oyentes, a quienes sorprende esa suerte de surrealismo posmoderno que campeaba en tan especial cour des miracles. Asombro que se multiplica al darse cuenta de su prosaica ubicación: en pleno centro de la capital del sudor, al lado de la incombustible Pizzería Italia.
Los peatones pasaban al lado y jamás se percataron (tampoco es que estaban obligados) de que al fondo de ese patio polvoriento, bajo la sombra de un par de árboles, se encontraba una glorieta con piso de madera y techo de zinc, en cuyo desarbolado interior se reunía un grupo de marginales aspirantes a narradores, poetas renegados y locos a discreción, a regocijarse con el descubrimiento de un escritor chileno llamado Roberto Bolaño, a despotricar contra el boom que en comparación se antojaba rancio y trasnochado, salvo raras excepciones. También se planeaban revistas y se soñaba con que un hipotético mecenas asumiría el riesgo incuestionable de publicarlas, pero la mayor parte del tiempo se ocupaba en comentar libros y compartir lecturas, en participar las ofertas más significativas del exangüe mercado editorial del pueblón fenicio donde teníamos el disgusto de malvivir, en el que según Mando no se puede caminar por más de veinte minutos en una sola dirección sin dar de narices contra el monte. Y aunque ese monte nos atosigara, en el parnaso encontrábamos el espacio propicio para respirar, para salir a flote, para sentirnos parte de algo que no tenía que ver con nuestros menesterosos afanes, con la opacidad cotidiana.
En el parnaso aprendimos que no estábamos solos ni éramos tan originales, que compartíamos un gusto por el jazz y que el rock era en música nuestra lingua franca, que Borges y Cortázar nos parecían mas auténticos que García Márquez y Fuentes, que la prosa de Vargas Llosa había envejecido aceleradamente después de La guerra del fin del mundo, que había que leer y releer a Rimbaud, a Baudelaire, a Pound y a los beatnik, también a Girondo, a Vallejo y a Parra, que nuestra educación sentimental estaba en deuda con Bukowski, Miller y Anäis Nin, que Sosa y Turcios estaban sobrevalorados y que había que leer con verdadera devoción a Merren, a Cardona Bulnes y a Martínez Galindo, que era obligatorio estudiar a Roberto Castillo y completar, sin hacer trampas, la lectura de Una función con móbiles y tentetiesos; pero lo más importante es que adquirimos la certeza absoluta de que no se puede aspirar a escribir con honestidad sin antes haberse convertido en un lector impenitente y esforzado.
No todo en el parnaso se regía por el signo de lo libresco, también ocurrían acontecimientos trascendentes: los conciertos de Ricardo y su guitarra de acento desacompasado, el estreno etílico de Gustavo en una noche de marzo y salvavidas a granel, el debate literario en el que Edilberto se ganó el apelativo de Birry The Kid, el maratón cervecero patrocinado por Chávez un sábado antes de semana santa. Tampoco puede olvidarse que el parnaso a veces se trasladaba a nuestro apartamento del edificio María Antonia, donde Rocío se convertía en Frida, mientras el “cetáceo iconoclasta” mostraba sus atributos de baby sitter apaciguando los ánimos de Marito, a quien el fragor de los debates no parecía hacerle mella. Y qué decir de las noches de karaoke en Khalúa’s, con Giovanni emulando a Ricardo Arjona, en veladas que usualmente tenían su obligatorio colofón en “el lugar sin límites”, refugio último de los reyes de la trasnochada.
Fueron varios años de riguroso aprendizaje de vida, de lecturas frenéticas, de noches inacabables, de ríos de cerveza y de escasas “boquitas”; pero en ningún momento la literatura cedió su sitio privilegiado, éramos una secta de lectores empeñados en descubrir sus secretos, afanados en la construcción de un canon desprejuiciado e irreverente, caótico y posmoderno. Nunca tuvo más razón Lyotard al advertir sobre el fin de los metarrelatos: escépticos y reacios ante cualquier imposición, sabíamos que algo estaba pasando (o algo se estaba cayendo) y nos empeñábamos afanosamente en ser espectadores de excepción, ecuánimes cartógrafos de un nuevo orden que venía a refrendar el axioma de corsi e ricorsi, la espiral histórica que planteara Vico.
Este parnaso no fue compartido por todos. De los que integramos esta muestra fuimos habituales Giovanni, Gustavo, Carlos y yo, Jorge realizó visitas esporádicas, mientras que Jessica y José Raúl, enfrascados en sus quehaceres académicos, apenas supieron de su existencia cuando ya había cerrado sus puertas y era evocado con nostalgia en nuestras conversaciones. Darío y JJ estaban dedicados a sus afanes escolares, todavía en pantalones cortos, mientras que Dennis ya los usaba largos, pero persistía en su apuesta al Salinger way of life. Tampoco se puede esbozar una bitácora fiel de ese tiempo sin mencionar a ilustres cofrades parnasianos como Oscar, César, Wilmerio, Kalki, Edilberto, y la mención especial para Ricardo, quien inventó el tomesiano en una de las noches más afortunadas que se recuerdan, cuando se instituyó la academia, que en su sesión inaugural aceptó la única entrada proveniente de otra tradición distinta a nuestro slang: “le trúa le verg”, de inocultable cuño garcíamandiano.
Después vinieron nuevos retos: familias, hijos, amores fallidos, trabajos de supervivencia, estudios, pero también llegaron los premios florales. Fueron los años de nuestro dominio avasallante en Santa Rosa de Copán, intercambiando lugares y seudónimos en estomacal lucha por echarse un par de pesos a la bolsa, pero Gustavo, José Raúl y Giovanni trascendieron las fronteras del pueblón y fueron reconocidos en la culta capital y en la capitanía general. No obstante, parecía que el centro de la capital del sudor nos había atrapado sin remedio, ya que nuestras vidas discurrían en un radio de un par de kilómetros, entre los antros de rigor (Kahlúa’s, Misceláneas, Pedroza, el lugar sin límites, el café infecto americano, Klein), limitados a ese ámbito en razón directa al decreciente vigor de nuestras zancadas y la exigua capacidad de la “motora” de Ricardo, cansada de multiplicarse llevando borrachos al anca.
Ya para la segunda mitad de la primera década del siglo XXI vinieron cambios radicales. Sin abandonar una inveterada propensión a la bohemia marginal, de repente nos hicimos serios y publicamos libros, viajamos, abrimos blogs, adquirimos nuevos empleos y empezamos a encontrar nuestro sitio en el mundo, al grupo original se sumaron los más jóvenes quienes aportaron frescura y buen humor y todo marchaba bien y hasta nos acusaban de vivir en un falso Olimpo, cuando “nos cayó el veinte” de un solo golpe. Y así, de golpe por el golpe, concluyeron nuestras aventuras en Wonderland, mientras veíamos caer las caretas de los falsos amigos, en tanto que el pueblo en resistencia era gaseado y toleteado en plazas y calles, decenas de compañeros caían asesinados y la sombra de la sospecha caía sobre todo aquel que osaba expresar su repulsa ante la mezcla nauseabunda de catolicismo opusdeísta, santurronería evangélica y jerga neofascista que caracterizó al gorilato micheletista.
Y el grupo se amplió, abandonamos el sentido original y atávico de la secta y nos conectamos con teatreros y músicos, con dibujantes y pintores, con grafiteros y poetas emergentes, con todo aquel que compartiera nuestra indignación; desencantados, renegamos de los sitios edulcorados de la periferia consumista y desandando el camino fuimos en busca del omphalos original, al llegar a nuestros oídos las primeras noticias sobre la existencia de una misteriosa maison en pleno Guamilito. Tampoco nos sorprendió demasiado que en la primera visita descubriéramos al amigo de antaño, hijo pródigo que un buen día decidió tornar al antiguo teatro de sus hazañas ochenteras para fundar una versión posmoderna de la comuna original, recinto amurallado donde ahora nos congregamos, bajo las ramas y al olor de los buenos cigarros, con la secreta alegría de quien ha vuelto a casa después de un largo viaje.
El Parnaso, barrio El Centro, marzo de 2000
La Maison, barrio Guamilito

publicación del libro Entre el Parnaso y la Maison























lunes, 13 de diciembre de 2010

Fragmento de la novela “Cave ignis”

Abrir los ojos a la claridad del hospital. No se ha estado soñando por más que uno recuerde las escenas en constante vibración y permuta: blanco, negro; turbio, helado, vivo, muerto. Cómo explicar algo en el que se acumulan los axiomas: recuerdo, sueño, profecía, vivencia. Más parecido a la visión fantasmagórica, pero con la recurrencia de que el que ve nunca es el mismo. El hospital como caja en blanco, segundo piso con la cordillera en los cristales. Dolor que penetra en los pinchazos y la comida sosa. Despertar sin saber cómo se ha ido a parar allí.
Ya no saber por qué se corre. Letreros, intermitencia, mucho humo, murmuraciones en idioma oriental, órdenes en español, multitud de luces que pasan en tropel. Noche lejana en el tiempo y en el espacio. Los rostros acusadores, ovalados, medio ocultos entre las puertas entornadas; la policía repartiendo, enfurruñados, sostenidos en los garrotes y los gases. Me van a apalear, es seguro que quieren desquitarse en alguien… al cerrar los ojos: la enfermera. Trae los antibióticos, un gran jarro con agua. “…tese quieto, hombre; calma, levante la cabeza, por favor.” Agua limpia que renueva las lágrimas. “Paliza que no se la deseo a nadie –dice- pudieron matarle, ¿no tiene usted parientes?, ¿alguien a quién avisarle?” Explicarle desde la fiebre, somnolencia. Soy antes que mi padre y que mi madre y después de mis múltiples hermanos. No se lo digo en voz alta, creerá que los antibióticos y las continuas excoriaciones...
En el reclusorio, la escena cambia a sueño, clamaban: “Es el asesino, él lo hizo, vimos cuando regaba el combustible, ya tenía el fósforo encendido. Entréguenlo a la multitud para sentar un precedente” ¿En qué idioma? Se podía ver el gran rótulo, un murciélago de latón que se desprendía sin ruido. A pesar de las llamas, el calor cortante, el humo oscuro, impulso a querer leer antes del desprendimiento. “Ozone” sin significado en aquel momento. Famoso antro por sus extranjeros y los excesos. Alfabeto inglés, sonido español. Manila, Filipinas, en el archipiélago de… cantidad de muertos… tantos y el video dentro de la computadora que también se iba quemando. “Muy bien, Muchacho. Muy bien, Muchacho, lo has hecho perfectamente”. Realidad alegórica que se trastoca al abrir o cerrar los ojos. Palmaditas en la espalda, como rito de iniciación ya fue suficiente. La computadora entregaba la información, esgrimía los caracteres, como una voz. Detrás de la voz: Fulano de tal. ¿Por qué nadie lo ve, allí está su sitio web? Haciendo el recuento de los daños, ufanándose de las víctimas, paseando entre las camas de la sala de cuidados intensivos. La enfermera y su desgano, tarea de hormiga perezosa. Una visión fresca y sin embargo… los años la habían enterrado. Estar en el pasado, pero sin haber abandonado el presente. El año entraba en la visión ¿o era recuerdo?, 1996. “Reuter: un pavoroso incendio destruyó hoy a las…”
Tres perspectivas en las que los garrotazos con los que la policía dispersaba la multitud se atenuaban: la blandura del hospital, firme presente; la huída por las calles de Manila, recuerdo; y el reclusorio, detrás del sueño recurrente, futuro. Fulano de tal abarcando todo, su gran voz: “voy a sacarte de allí, Muchacho, no te preocupes”. “¿De dónde?”, dice el doctor que me vigila ¿Y dónde estoy? “Es el hospital del estado, Mario Rivas –concretiza- en plena ciudad de San Pedro Sula”. Lo sabía, por los cruzamientos irreales, esas fatigas en las que la mente se debate. Ensopado por el sudor aunque las cobijas sean tan delgadas que la luz las transparenta. Ojos filipinos por todas partes, abrumados por el humo que invade las calles, por el acontecimiento que no creen todavía. Es el incendio más tenebroso, fatal, según los gritos y la movilización de los bomberos. La policía acusando a todos los que tienen fósforos en su haber, a falta de alguna prueba mejor. Reprimen. “¿Quién lo hizo?, ¿alguno vio algo sospechoso?, necesitamos toda su ayuda” En inglés, “Where are you from”.
“I am…” La enfermera. “Podrían haberlo estrangulado, fíjese en el cuello, los hematomas y todo eso”. El doctor. “Preocupan las heridas, los golpes por todas partes, le sonaron bárbaramente”. Entre los dos me devuelven al reclusorio, al sueño que no tiene principio. Enfrente está el que me ha denunciado. Cara de mandril, redonda, arqueado. Cerrar bien los ojos para verlo bien. El gran congestionamiento, los hombres que me persiguen y el garrotazo con el que consiguieron que me detuviera. Las cervezas eran lo único insoportable. ¿Cómo pueden creer que yo fui capaz de hacer algo así? En el sitio Web de Fulano de tal aparecen las fotografías, el estruendo de las llamas acompaña a los que quedaron adentro. No pesar, no dolor, por las víctimas, aquellos que se quitan del camino de la inocencia. ¿En qué me estaré convirtiendo? El doctor. “Está tan cansado y débil”. La enfermera. “Se consume en la fiebre y la inquietud, como si tuviera fuego por dentro”. El doctor. “Póngale un calmante, que se duerma… Ya veremos después”. La enfermera. “A sus órdenes, señor”. Con malicia, llevar a cabo su relación en secreto, un guiño para ponerse de acuerdo. La jeringa traspasa la piel, empuja los párpados a cerrarse. El hospital aparece de la nada porque el cuerpo no está en ninguna parte. “Muchacho, Muchacho, deja ya de fingir tanta inocencia”.
Todo es tan fácil, basta atarse a las consecuencias. Las imágenes hablan, literalmente. Fulano de tal permite soñar o ver el sitio prohibido si se ha participado de alguna de sus atrocidades. Rara vez alguien consigue familiarizarse con la dirección electrónica. No existe porque cada vez que se ingresa es distinta o es creación del momento, síntoma de la voluntad atada. Grandes archivos con todos los detalles. Sumarios, sospechas, el informe cabal de los bomberos. Errores por doquier, candados que debieron permanecer sin trancar, los extintores desaparecidos, salidas de emergencia taponadas y qué decir del cortocircuito que siempre salva la situación. Falacia, Muchacho lo entiende de esa manera. Fuego por aquí, fuego por allá. Yo creo en Fulano de tal, siempre está involucrado, es su forma de ir purificando al mundo.

viernes, 19 de febrero de 2010

Concurso de cuento contra el golpe, Honduras

Reunidos, chat mediante, Carlos Rodríguez, Gustavo Campos y Giovanni Rodríguez, miembros del jurado calificador del I Premio de Relato Corto mimalapalabra 2009, y habiendo releído y evaluado los cinco trabajos finalistas (de entre un total de 15 relatos recibidos de 12 participantes), decidimos otorgar el premio al relato titulado “¡VAE VICTIS!”, presentado con el seudónimo Antonio López por el autor José Raúl López Lemus.
Consideramos que el relato “¡VAE VICTIS!” refleja muy bien, a través de un episodio amoroso de sentimientos encontrados, la actual situación política de Honduras (tal como se especificaba en las bases del premio), en la cual todos se ven, en determinado momento, forzados a participar de la manera que sea en eso que se llama realidad, con un personaje que aunque siente que “la libertad a veces se parece al amor”, no está dispuesto a dejarse engañar y a quedarse ahí, con su novia, partidaria de aquello a lo que él se opone, mientras “afuera llueve sol y hay gritos”, porque él no quiere ser de los verdaderos vencidos, los que han escogido “la servidumbre y la comodidad”.
A pesar de que la participación en el premio no fue precisamente abrumadora y a pesar también de las condiciones en que decidimos llevar a cabo esta idea, ha resultado gratificante hacerlo y confiamos que para la próxima edición, que será convocada el 2010 en otro género y con libertad temática, estaremos ya consolidando el Premio mimalapalabra como una alternativa más a la escasa oferta de premios literarios en Honduras

¡VAE VICTIS!

Mi novia está allí adosada a la cama. Su torso refulge entre el claroscuro del rincón, ¿Está desnuda o no se ha soltado su camiseta blanca? Espera infinita, desaliento, resquemor. No se le ve el rostro, pero digamos que sonríe. La postura digna y de refilón, el orgullo de haber recorrido calles, con una bandera a cuestas. Me separan de ella los trastos insufribles de todo cuarto de soltero, sin incluir periódicos como mamparas y los libros. Sí, los libros. Esa montonera de páginas que gritan en la cara de uno muerte y sedición: Kafka de bruces contra la mesita de noche; Benedetti asombrado, suerte de equilibrista, en el lomo del sofá. George Orwell borracho de abandono, contendiendo con el ventilador eléctrico, Coetzee espatarrado entre el desierto del piso...
Bueno, está allí y espera que los gañidos del colchón me arranquen de la ventana.
“Por lo menos deberías encender el TV”, dice. Se encoge y en aquella contorsión percibo el peligro. Una mujer que sabe materializar la veleidad cuando se lo propone. Afuera llueve sol y hay gritos. Una ciudad aprisionada por los propios edificios y hombres encandilados que se corean y alzan los brazos. En el televisor es la misma sensación, un cubo en el que estamos atrapados. Alguien habla: “Uno cree que ya lo ha visto todo, hasta que vienen unos hijos de puta, secuestran por la noche al presidente del país y...”. Finjo mirar hacia la corriente de cabezas que siguen el bulevar, tiznados por el humo de las llantas, aviesos.
¿Qué siento cuando me rodea por la espalda y me besa la base del cráneo? Porque la libertad a veces se parece al amor. Tal vez la hostilidad hacia ella provenga del sudor que produce la camisa impecable que lleva puesta. (Logotipo de una empresa importante, banderita, mínimo slogan). Ojos advenedizos que se imaginan dulces, aliento tibio. “Está bien”. Damos tumbos mientras rodeamos los pertrechos del cuarto porque los cuerpos han perdido la armonía.
La cama ya no gruñe cuando rodamos aunque la caída es aplastante. Un corazón en discordia que cabrea cerquita del cuello, apretarse para que la piel adquiera la llama. El televisor de nuevo: “No es un golpe contra la democracia, es un golpe contra la inteligencia”. Quieren disponer de un país hecho a imagen y semejanza de sus artificios en el que el confort hace bajar la cabeza fácilmente. Distracción para ir creando una nueva realidad con todo y los puntos contradictorios.
Estamos enfrascados, buscando de nuevo las coincidencias. No se trata de la razón o el amor, ella ha escogido la servidumbre y la comodidad, por eso resiente los embates contra lo superfluo de su naturaleza. Los susurros no nos tranquilizan, ni la forma como me toca o la escoriación, por encima se impone el encono; la rivalidad que estriba precisamente en sobreponerse al acto individual. Trata de abarcarme, va acercando su boca, los muslos que atosigan. No sé por qué huyo, me niego a la tortura de su lengua. Huele bien aquella boca que hace pocas horas cantó consignas a la paz y la democracia. Cuando me volteo empieza a lloriquear.
¿Qué quiere que haga? Ya no es igual a otros domingos: nos zampábamos camarones hasta reventar, engullíamos cervezas y le dábamos al jaleo toda la tarde. No había una ficción que se impusiera desde allá afuera: los mazazos de los militares eran mazazos repudiables, la corrupción era comprobadamente cierta y las noticias traían visos de verdad. El mundo parecía una cosa concreta y se podía penetrar en él con sólo abrir la puerta y correr por los cigarrillos.
Sus lágrimas de ahora me fastidian, obedecen a una alteración emocional que también es fingida. Borran la franqueza de sus hoyuelos, congestionan el regazo apetecido, pervierten la respiración. Golpe de ingratitud que se entierra en el alma, que avanza por la circulación como un dolor anónimo. Desde el televisor una voz se altera: “Están disparando, Dios mío... hay muertos, Dios mío... en el aeropuerto reprimen a la gente”. Vista de pájaro en la que todo parece ir de reversa, el humo y las detonaciones sin la consistencia de la corporeidad.
Acaloramiento, ansiedad, la válvula del corazón que truena y esparce la bilis. Hago un último intento, vencer la animadversión, arrimarse; cautela al anudar los hombros, escalar e ir mordisqueando la oreja rojiza. No puedo, ¡por Dios!, aletargamiento de los miembros, flacidez, ruptura que nace en el proceso dialéctico de las ideas. Golpe externo que produce el abismo interior, escudo que principia en la camiseta y se propaga en todas direcciones. Maldigo en voz alta, escupo y la dejo. Resumo en aquel gesto toda la implacabilidad de una voluntad exasperada, impotente. Salto a la calle y corro como un loco, corro, voy hasta donde el ulular de las ambulancias reclama a los heridos.
* * *
Acerca del Autor
Nombre: José Raúl López Lemus
Seudónimo: Antonio López
Título del cuento: ¡Vae Victis!
Nació en San Pedro Sula en 1970. Estudió comercio en el Instituto José Castro López de la comunidad de Cofradía, posteriormente se especializó en Literatura en el Centro Universitario Regional de Norte, donde actualmente imparte clases. Ha ganado el primero y segundo lugar en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán en la rama de cuento y el tercer lugar en el premio de novela Hibueras 2008.