lunes, 24 de agosto de 2009

Correr Trampas

CORRER TRAMPAS
Como si deshacerse de un grito fuera tan fácil. No de cualquier grito. El suyo ha estado merodeándole la tráquea durante lo que va del día; pujando por abandonar su encierro de saliva, carne magullada, cartílagos rosa. Cansancio. No es aire que ha sobrado de la última inspiración, es una sustancia viscosa, agria, material, que escalda la pared interna de la garganta.
La sensación que le queda es de sofoco.
Un coágulo vivo, convertido en grito, que ha tomado la cavidad de la boca por asalto, una y otra vez; pero que un repliegue inusual de la lengua ha mantenido a raya. Resultado final: está a punto de quedarse sin aliento.
El trabajo ha quedado a sus espaldas. Las calles se le abren por delante; latentes, en su anormalidad. Sus brazos impulsan el cuerpo, lo hacen virar para evitar los obstáculos. Día congestionado: compras y refacciones.
El grito lo acompaña: parte del cuerpo; parte dura del cuerpo. Estrechez. Mientras traza círculos, bordeando calles azarosas, infla los carrillos con el aire que impulsan los autos. Gesto automático: verter dióxido de carbono, marchar. Si fuese desecho, cualquier cubo serviría. Dos bocanadas y listo. A recuperar la compostura.
Primera, segunda, tercera… Cuenta regresiva de avenidas. La ciudad queda atrás, reviven los costados. ¿Quién me dice cual es el sitio ideal para incubar un grito?
Lo cierto, seguro: no es residuo de la desesperación, de la zozobra; mas bien, congoja, liviandad de la conciencia, sentimiento de placer, sentirse indefectiblemente vivo. Una alegría atrapada en un corazón atravesado. Algo así.
¿Cuál es la palabra adecuada?: Parir, vomitar, expeler, brotar. Sigue caminando. Ha visto los animales como buscan el mejor lugar para hacer el nido. Séptima, octava, novena, décima… La vergüenza insiste en tatuarle la cara. Ya no da más. Entiende -amigo, lector-no es algo que nazca de la indignación, de la repulsa, impotencia. Es un hijo del trabajo forzado de la garganta.
Catorce, quince… La muñeca izquierda busca instintivamente la boca. El cuello va a estallar. ¡Mirones de mierda! El atragantamiento se traspasa a las piernas. La capacidad de locomoción se reduce a saltitos. Canguro que cubre el espacio destinado a los autos. Gana el cerco y se apoya. No puede tolerarlo más; el grito tiene el grosor de un mal bocado.
Sorbe un poco de aire por la nariz y abre las fauces. Pasa un segundo de resignación, luego otro, de incertidumbre; todavía hay un tercero, de odio. Nada ocurre. El grito sigue allí, petrificado. Regurgita, tose, escupe. Nada. Carraspea, se suena la espalda, exhala. Nada. Golpea la cabeza, se aprieta las sienes. Nada. El no tiene por qué saberlo, pero ha pasado mucho tiempo. El grito se ha soldado en la garganta: va a quedarse por siempre allí.

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