lunes, 24 de agosto de 2009

Don Quijote en el aeropuerto de Barajas

-Usted espere en aquella oficina –había resuelto el agente de emigración, separándola del grupo.
Formaban una tropilla asustadiza, un coro atribulado de brazos y piernas que trotaban en el encerado con urgencia. El aeropuerto de Barajas era ese cubo luminiscente con los cristales apuntalados desde el centro, que refulgía. Había que trasponer la pizarra electrónica, el estirado hall y las escalerillas movedizas antes de sentirse totalmente a salvo.
Ahora estaba allí, hundiendo la espalda en la mullida butaca, aferrada al bolso. Tiritaba por el frío o por el escándalo del corazón que daba coses. Percutir con los zapatos, girar el torso, anudar los dedos: vanos intentos de aprisionar una serenidad escurridiza que se vaciaba por el sudor. Tiene que parecer natural, le habían dicho, allá, en su tierra; pero también era natural padecer de nervios. Pasaporte, documentos y la guía del centro histórico de Madrid trenzados en sus manos líquidas. Una cara de turista que no le salía aunque tratara de inhalar con despreocupación.
Los hombres que abrieron la puerta tuvieron la amabilidad del “Buenas noches”. Preguntaron lo relativo al viaje y el cansancio. Hubiera deseado abstenerse de contestar, pero los hombres inquirían con celeridad.
¿El viaje? Una travesía que había iniciado el día anterior y que se prolongaba. No había la tregua de una noche para reconocerse en el descanso, sólo aquel estado de somnolencia impuesto por la compresión del avión y la espera. Los dos hombres eran jóvenes, atractivos, y escondían la aspereza lanzando preguntas afables. ¿Nombre?, ¿País de origen?, ¿ocupación? ¿Cuál es el propósito de su visita? “Dulce maría” se oyó decir desde el galope de su circulación arterial. “De Honduras, sí” enmarcado por el retumbo de las turbinas, abajo, en la pista. Pero, ¿Cómo contener el vértigo, la fiebre que chorreaba desde las sienes? ¿De qué manera arrastrar las respuestas hasta la lengua? No pudo seguir, el cuerpo acuoso se había vuelto inmanejable.
Estaba servido. Los hombres, fabricando la pausa, dándole tiempo, esperaban que se rindiera totalmente. Mientras tanto, se paseaban por la oficina, una manera de ir acorralándola desde diferentes ángulos. Cuando empiece a llorar, le decimos que todo está arreglado, que debe regresar por donde vino.
Ella había bajado la cabeza y sonreía estúpidamente. Transpiración, asfixia, temblor, asolaban su cara campesina, ¿A quién iba a engañar con ese semblante? acuciada por las preguntas se había ido entregando a una angustia suprema. Imaginaba un mundo de traiciones y engaños tejido a su alrededor, hasta el mismo corazón que no se detenía y daba bandazos dolorosos.
-Dulce -replicó el más joven de los hombres- ¿Qué vienes a hacer a España?, es preciso no mentir.
Ella quiso mover el cuello, responder algo; pero la agitación la hundió en su sitio. Ese mismo estado de efervescencia se imponía al estallido lagrimal. La cara se deshacía en muecas, hipaba, pero no daba cabida a los sollozos. Nudo de saliva y materia verbal, sofocándole desde la laringe, miembros dilatados por el trabajo desbocado de la sangre, cráneo fragmentado por la intensidad de la emoción.
-Sabemos qué te trae –dijo uno, colocándole su mano gentil en el hombro.
Sintió repudio por aquella mano, la imaginó atada a la voz que le recriminaba. Se movió para desembarazarse y aunque trató de recuperar la calma, sólo consiguió enredarse más. El estado febril del cuerpo la mantenía estaqueada a la butaca, tirar de cualquier extremidad la hacía gemir. La frente era el lugar donde se concentraba el sudor, desde allí ablandaba todo el conjunto. Pero sobre todo estaban las luces y las preguntas que la paralizaban.
De repente se sintió dormir, caer en el alivio más concluyente. Las voces que se dirigían a ella no tenían concreción; apenas un estallido de fonemas que se disolvían cerca de la cara.
Despertó con el vaso de agua en la boca. La figura femenina que le conminaba a beber le despegaba el pelo del rostro. Los hombres se habían sentado y revisaban el escritorio. El agua no le hizo bien, renovó la exudación.
Estaba a punto del desmayarse de nuevo cuando se acordó. En último caso, usa el libro. La sugerencia había salido de la boca de la mujer que en su país enrolaba a las chicas. Los españoles son muy orgullosos –recordó que decía- creen en su condición de guardianes de una época dorada, el pasado los conmueve y ufana. No se perdonarían nunca haber fallado a ese pasado.
No supo cómo hizo para extraerlo del bolso, pero allí estaba entre sus manos. Recién comprado, con su olor a nuevo y la portada extraña. El hombre gordo y el espigado en medio de una turba de guijarros; al fondo los molinos de viento. Era un volumen conmemorativo de gruesas tapas y letras obesas.
Al instante, los dos hombres se miraron, no sabían qué decir. Inquirían la tapa, perplejos, para cerciorarse que era cierto lo que se les mostraba.
-Está bien -dijo uno de los hombres, satisfecho- puede pasar, bienvenida a la madre patria. Disfrute su estancia. Ah y no se le olvide, en algún lugar de la Mancha le espera su benefactor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario